Elsa Gindler fue una maestra de educación física que cayó enferma de tuberculosis cuando tenía veintitantos años, y fue desahuciada por los médicos aconsejándole que dejara la ciudad y pasara sus últimos días en el aire puro de los Alpes. Para una joven maestra de la clase trabajadora esto estaba fuera de su alcance. No existía entonces la técnica de paralizar el pulmón enfermo para dejarlo descansar y lograr así su curación. Gindler intuyo que si lograra, con quietud y paciencia, ser capaz de sentir algo de sus propios procesos internos, y descubrir formas de estimular la curación, en vez de obstaculizarla, podría sanar. Los tejidos enfermos eran los de uno de los pulmones, y Gindler se convenció que debía volverse tan sensible con su respiración, que pudiera permitir que el aire penetrara solamente en el lado sano de sus pulmones, mientras que la parte seriamente afectada permaneciera en relativo descanso